En la foto, Lola y Nidya, interpretando a Titina y Pola, en el momento en que Plúmbago llega a la historia…
Querido… querida…
No sé a quién dirigiré la carta, porque son tantas personas a las que les quiero contar lo que pasó que simplemente dejaré esa posibilidad abierta.
Me siento en las nubes. Descubrí una parte de mí que siempre estuvo dormida, esperando, conteniendo… como mirando detrás de un muro, escondida. Y la encontró el teatro.
Luego del estreno de “¡Adiós, querido Cuco!” de Berta Hiriart, que se realizó este 16 de marzo en el Foro Cultural Coyoacanense “Hugo Argüelles”, algo cambió dentro de mí. Dentro de nosotros.
Nunca pensé la magnitud. Jamás dimensioné las consecuencias de lo que hicimos, en nosotros mismos y en quienes lo compartieron con nosotros. No pensamos en nada, sólo lo hicimos. Definimos un comienzo y el tener claro a dónde teníamos que llegar, sin fijarnos mucho en lo que teníamos que hacer. Sin poner atención en los obstáculos.
Todo el taller, ahora lo sé, se había visualizado como nos vimos y nos sentimos el domingo.
Tal como debe de ser en las tablas del escenario, todo fluyó orgánicamente: los ensayos, la elección de la obra, los personajes en cada actor… encontrar a Casa Alianza, que nos prestaran a sus niños y llevarlos al estreno con el único fin de compartir el teatro con quienes más lo necesitan, ya sea como actores o espectadores.
Yo lo necesito como actriz. Como escritora. Ahora lo sé.
Estábamos tras bambalinas, con el estómago hecho un nudo. Era la primera vez, al menos, para dos de los cinco actores (obvio, yo era una de los primerizos). Dos mantenían cierta templanza y una tenía pánico de que los chicos resultaran hostiles.
Y la obra comenzó. Cuando escuché las primeras risas, luego de mi apertura como pajarraco, sentí que pertenecía a algo. A ese algo que estaba ahí, que conectó a la gente con nosotros, que los hizo reír y llorar. Que nos hizo sentir.
Jamás pensé en eso. Solamente hice lo que me nació. Y los demás también. A veces miro al teatro como una semilla. La siembras, le pones agua, te esfuerzas por cuidarla. El resto, lo hace solito. Es tan natural, tan orgánico, que sigo conmovida.
Creo que cualquiera puede ser actor. Creo que cualquiera debería de sentirse capaz de serlo. Claro, hay talentos, disciplinas, preparación y muchas cosas en distintos niveles. Pero esa sensación de creer que uno puede hacerlo, es impagable, incomparable. Y luego comprobar que, de hecho… ¡lo hiciste!
Luego, aplausos. Muchos. Fuertes y más fuertes. Abrazos, felicitaciones. Flores… Nunca dimensionamos esto. Queremos hacer teatro porque nos hace felices y queremos llevarlo a quienes nunca pueden ir. Es así de simple. Y la primera experiencia fue tan hermosa, tan conmovedora, que eso que estaba dormido en mí se despertó.
Mis compañeros en el escenario compartieron el mismo sentimiento. Lo supe cuando vi las gotas de sudor en sus frentes. Sus ojos llenos de sorpresa, de maravilla. De ver cómo todo pasó en una maravillosa hora y cómo nos felicitaban sin parar. Que por cantar, que por hacerlos llorar… que por hacerlos reír…
Qué ganas de hacer las cosas, nos dijeron. Qué caricia al alma, agradecieron. Llevamos la despensa que recaudamos con las donaciones de nuestros invitados a los chicos, las dejamos en una de las casas hogar que tienen y su reacción fue de emoción, de agradecimiento, de reconocer al pajarraco que los había hecho reír. El corazón se me apachurró y cuando salí, lloré de mucha, incontenible, maravillosa felicidad. Y la sonrisa se volvió interna.
La cuidaré.
Y estamos aquí, disfrutando de los nuevos nosotros, porque después de eso, jamás volveremos a ser los mismos.
Gracias por hacerlo posible. Gracias Nidya, Lola, Pablo, Raúl y Arturo. Gracias a quienes creyeron y estuvieron en ese momento mágico. Gracias. Vamos por un millón más.